martes, 12 de abril de 2016

UN VIAJE A LA PREHISTORIA DEL MARKETING PROMOCIONAL

La publicidad, bien lo sabemos, se nutre de ideas nuevas. Pero ¿qué tan nuevas son las ideas? ¿Cuántas veces oímos decir que “no hay nada nuevo bajo el sol”, que ya está todo inventado?. Como tal vez ambas frases contengan algo de verdad y no resulten tan antagónicas como aparentan, esta nota no intentará dirimir esta polémica. Incluso, puede que deje abierto el interrogante.


El humilde propósito de estas líneas será apenas contar una historia interesante, que pueda resultar inspiradora o, como mínimo, entretenida. Para eso, vamos a viajar unos cuantos años atrás en el tiempo, digamos hasta fines del siglo XIX, principios del XX, hasta llegar a lo que podríamos llamar La prehistoria de la Publicidad (recordemos que las primeras agencias de publicidad en los EE.UU. aparecen por esa época: NW Ayer se funda en 1875; J. Walter Thompson en 1877). Pero más que de Publicidad, vamos a hablar de Promoción de Ventas, o Marketing Promocional, como prefieren llamar algunos a esta actividad. Y vamos a comenzar con una pregunta que seguramente nunca nos habíamos formulado. Que es casi como el dilema de la cronología entre el huevo y la gallina:



¿Cómo se promociona un producto que es intangible?

Hacia fines del siglo XIX, en los EE.UU., sonaba un nuevo tipo de música que gustaba a todo el mundo sin distinción. No era la música tradicional que se transmitía de padres a hijos, ni la folklórica que apenas cambiaba, ni tampoco eran las canciones emparentadas con la música seria o clásica que venían de los salones europeos. Era lo que hoy llamaríamos “pop music”.

Pero antes de que aquel moderno artefacto llamado gramófono se impusiera masivamente en los hogares norteamericanos durante los años 20, la canción era un bien intangible. Para un autor, desde principios del siglo XIX, la única manera de comercializar una canción era vendiendo copias de su partitura impresa. Sin embargo, ya se hablaba del “negocio de la música”.
¿Cómo era ese negocio cuando aún no existían los discos? Muy simple: el mayor negocio de la música era... la venta de partituras impresas, fundamentalmente destinadas al mercado familiar.

Nace la canción como producto de consumo

Por esa época, la gente iba a la tienda y pedía una canción, no se podía escuchar al cantante en casa, la voz la llevaba consigo el artista sin posibilidad de hacer duplicados, y eso era una grave limitación. Con el único producto tangible que se podía comerciar en el sector de la música, aparte de los instrumentos, era con las canciones en forma de partitura, y cuando un consumidor compraba una partitura compraba una canción, tanto la melodía como la letra, no un cantante, a pesar de que el nombre y la foto del cantante u orquesta que hubiera lanzado la canción figurasen en la portada. La tendencia generalizada era la de destacar a autores, letristas y compositores, el cantante era accesorio. Las canciones tenían más difusión por la propia partitura y el boca en boca, que por la voz del cantante. Una canción se hacía popular sin que la inmensa mayoría hubiera oído jamás al artista que la lanzó. Podías haberla escuchado de un músico callejero, de un familiar que la había tocado en un cumpleaños, silbada por el conductor del tranvía o vaya a saber cómo.

A principios del siglo XX continuaba siendo así, a pesar de que con el cilindro de cera, comercializado a partir de finales de la década de 1880, sí se podía escuchar la voz del cantante en casa sin necesidad de que estuviera presente, pero la tecnología no permitía un gran número de copias y su mercado era verdaderamente limitado, de manera que no daba para influir en los gustos de la sociedad ni para sustituir costumbres de consumo (recordemos que los primeros discos planos recién comenzarían a venderse a partir de 1910).

En sus inicios, en la década de 1880, las editoras musicales eran oficinas que prestaban muy poca atención a la música popular. El grueso de su catálogo de partituras estaba compuesto de música “seria” y manuales de carácter docente. La lista de las partituras más vendidas se había fosilizado, eran las mismas obras desde hacía años. Sus iniciativas comerciales eran muy poco sofisticadas: imprimían una obra, avisaban a los minoristas habituales y la añadían al stock en espera de que llegara el pedido, y se reimprimían cuando se agotaban, así de simple. De hecho estos negocios se autodenominaban Music Printers (impresores de música), en lugar de Music Publishers (Editoriales musicales), como se los conoce hoy en día. Estas empresas no se esforzaban en absoluto por crear alguna necesidad en el cliente final. Era un negocio con una actitud comercial pasiva y rutinaria, pero que pronto iba a sufrir una enorme revolución. La historia de esta revolución es el relato de cómo unas compañías editoras agresivas sentaron las bases de la industria musical en los EE.UU., monopolizando el mercado de la música popular durante décadas.


El callejón de las cacerolas de estaño

A finales del siglo XIX en los EE.UU. la propiedad intelectual de las obras literarias y los derechos de sus autores estaban bien protegidos y regulados por las leyes, pero con las obras musicales no pasaba lo mismo. El plagio era una costumbre bastante extendida, cuando no la apropiación directa. Lo de la propiedad intelectual era un concepto extraño al ideario liberal: las cosas materiales tenían dueño, pero con lo intangible no estaba tan claro. Este escenario desanimaba a muchos autores a registrar sus canciones, y tampoco los alentaba a componer otras nuevas.

Fue entonces cuando a un grupo de editoras musicales se les ocurrió empezar a instalar sus oficinas en Nueva York, más precisamente en la 28th Street, en el distrito de los teatros de Broadway, que eran sus principales clientes potenciales. En el momento más deslumbrante de Broadway, en los años 20´, había cerca de ochenta teatros que estrenaban unas doscientas cincuenta producciones anuales. Eso, sin duda, son muchas canciones.

Se dice que en 1894 a un periodista del New York Herald Tribune se le ocurrió bautizar a ese conjunto de compañías editoras con el nombre de “Tin Pan Alley” (callejón de las cacerolas de estaño) por el ruido que se generaba con tanto piano tocando cosas diferentes a la vez. Y ese nombre se fue haciendo popular hasta convertirse en... una marca.

Esta llamativa concentración de productores, compositores, letristas y editores musicales con talento y empuje empresarial que se fue instalando en un puñado de edificios en el centro de Manhattan revolucionó radicalmente el negocio de la música popular norteamericana.

En los cuarenta años siguientes, algunas de estas compañías absorberían el catálogo de otras editoras, fundarían agencias en Chicago, San Francisco, Londres, París, Toronto, La Habana, Melbourne… tendrían acciones en compañías musicales y en teatros, iniciarían la venta de partituras por correo, editarían un boletín mensual y encabezarían la lucha por la reforma de las leyes de propiedad intelectual y derechos de autor, participando activamente en la fundación de la Asociación de Editores (Music Publishers Association) y en el lobby que consiguió, en 1909, que se legislara en defensa de los derechos del compositor y del letrista, obligando a las discográficas a pagar un canon por la venta de discos. Y co-fundando además, en 1914, la Sociedad Americana de Compositores, Autores y Editores (ASCAP), que velaba por el cumplimiento legal y se encargaba de la recaudación y del reparto de lo recaudado entre sus asociados.

Pero lo más novedoso del fenómeno Tin Pan Alley no fue su revolución estética, sino la puesta en marcha de una innovadora relación entre la actividad creativa y la lógica del moderno capitalismo. El proceso de concentración en un mismo lugar de empresas del mismo sector que competían entre sí pero que no dudaban en agruparse y hacer lobby para defender intereses comunes fue un proceso parecido al que se produciría en otra joven industria del espectáculo que iba a emerger en la década de 1910 en la Costa Oeste: Hollywood, la meca del cine.

El volumen de este negocio fue creciendo de manera exponencial, a tal punto que recién inaugurado el siglo XX la partitura de una balada, “A Bird in a Gilded Cage”, superó por primera vez la cifra de dos millones de ejemplares vendidos. Y para 1910, aunque parezca increíble, varias canciones ya alcanzaban los cinco millones.


El ambiente en una oficina de Tin Pan Alley

Las diferentes editoras hicieron de Tin Pan Alley una sólida factoría musical en la que trabajaban distintos especialistas: compositores, arregladores, letristas, músicos, diseñadores gráficos, promotores, analistas de mercado, abogados, publicitarios, administrativos, etc. Estas empresas publicaban y comercializaban partituras, gestionaban derechos de autor, escribían y arreglaban canciones para orquestas, cantantes, discográficas, espectáculos musicales, himnos para clubes deportivos, casamientos y eventos de todo tipo. Tenían compositores y letristas en su plantilla fija, pero también compraban canciones a autores free-lance, como lo siguen haciendo hoy muchos medios periodísticos y agencias de publicidad.

En uno de los primeros largometrajes totalmente sonoros, “The Broadway Melody”, de 1929, hay una escena que se desarrolla en una oficina idealizada que parece ser la de una editora de Tin Pan Alley, y allí se puede ver la frenética atmósfera de trabajo, con músicos que están componiendo y ensayando sus canciones en diferentes rincones de la oficina. La suma de los sonidos de unos y otros, tocando y cantando cosas diferentes en el mismo ambiente, provoca un caos sonoro singular. Si las oficinas de Tin Pan Alley eran así, y todo apunta a que efectivamente así eran, es admirable que pudieran trabajar en esas condiciones. Aunque no resultaban demasiado diferentes a una agencia de publicidad, ¿verdad?

En el siguiente video se puede ver esa escena que refleja el ambiente de una oficina de Tin Pan Alley:
https://www.youtube.com/watch?v=1pzVm6nm4xM

Si dejamos de lado cuestionamientos estéticos y hasta éticos, hay que decir que el éxito de las compañías de Tin Pan Alley se debía al espíritu comercial que las regía, se valoraban las ventas por encima de cualquier otra cosa. El famoso compositor y letrista Irving Berlin, uno de los empresarios de más peso en la historia de Tin Pan Alley, había redactado un conjunto de reglas que regían la producción de estas “fábricas de canciones”. Algunas de ellas eran:

1) la melodía debe estar dentro del rango de voz del público medio;

2) las letras deben ser apropiadas para poder ser cantadas indistintamente por hombres y mujeres (para que el púbico de ambos sexos quiera comprar y cantar estas canciones);

3) el título debe ser sencillo, fácilmente memorizable y debe estar explícito en la canción, enfatizado y acentuado cuantas más veces mejor;

4) la letra debe contener ideas, emociones o cosas conocidas por todo el mundo;

5) la canción debe ser simple;

6) el autor debe considerar su trabajo como un negocio.

Este último punto era el que acababa de dar consistencia a todos los demás, se podía violar alguna de las reglas anteriores, pero no esta última. Siguiendo estas reglas, en 1924, uno de los autores norteamericanos más importantes del siglo XX, con sólo 26 años, compone bajo encargo una pieza sinfónica para piano y orquesta. Era música de concierto, pero fiel a los principios de Tin Pan Alley, aspiraba a ser popular, y efectivamente lo consiguió. Estamos hablando nada menos que de George Gershwin y su célebre “Rhapsody in Blue”.



El negocio es el negocio

Las partituras se vendían al público en diversos lugares: grandes almacenes, casas de instrumentos musicales, pequeños drugstores, vestíbulos de teatros, librerías, además de las impresionantes tiendas pertenecientes a las mismas editoras, que hacían las veces de distribuidores para minoristas y que cubrían las principales ciudades del país. En 1920, siete de las más grandes compañías editoras de Tin Pan Alley controlaban el 80% del negocio nacional de la publicación y venta de partituras, y tuvieron que defenderse ante el Departamento de Justicia de la acusación formal de monopolio.

Los cerebros de Tin Pan Alley se esforzaban en producir música lo más comercial posible, aplicando fórmulas que sabían eran las mejor aceptadas por el público. Y para que la producción fuera rentable era necesario escribir más rápido y producir más. Como consecuencia de ello, muchas de sus canciones eran saga de otras que habían sido éxitos comerciales y, a pesar de la singularidad de cada editorial, la línea estética de las diferentes compañías era bastante homogénea y estandarizada. Sentían muy poca atracción por las innovaciones, a pesar de que estaban muy atentos a las que surgían a su alrededor. En lo que sí los editores eran muy osados era en las técnicas de promoción. 


Las editoriales descubren que el diseño ayuda a vender

El primer disco con cubierta de cartón ilustrada fue una idea de Columbia en 1939. Es curioso que las discográficas tardaran tanto en darse cuenta del potencial comercial de dotar a la música de una imagen visual y no hubieran seguido antes el ejemplo de Tin Pan Alley, que también fue pionera en este asunto.

Las editoras de Tin Pan Alley fueron sofisticando el aspecto de los cuadernos de partituras, y ya en el siglo XX acostumbraban a tener portadas con diseños tipográficos muy atrevidos y llamativas ilustraciones a varios colores con un lenguaje sencillo que atraía la atención del consumidor y quedaba en su memoria con facilidad. Sus diseñadores exprimían al máximo las posibilidades de la impresión industrial, llegando incluso a publicarse cuadernos con el papel perfumado. El innovador lenguaje gráfico de estas portadas proporcionó a la música popular, por primera vez, una imagen visual potente, mientras que las discográficas tardaron mucho en explotar los recursos del diseño gráfico: los discos venían sencillamente en una bolsa de papel troquelado que dejaba ver la etiqueta del disco, tan insulsa como el sobre.

Pero el éxito de una canción dependía fundamentalmente de la promoción de la que era objeto. Sin promoción era imposible hacer triunfar una canción y para ello se realizaban agresivas campañas promocionales. Una mala canción no triunfaba ni con promoción, pero una buena canción sin promoción, tampoco. Y fue precisamente en el campo de la Promoción donde los muchachos de Tin Pan Alley se revelaron como unos verdaderos tigres.


Enchufando canciones

Las editoras se anunciaban en periódicos y revistas pero preferían dedicar el mayor presupuesto a anunciar sus canciones por medios sonoros: era la manera más eficaz para lograr que el estribillo se silbara espontáneamente por la calle. Tenían sus procedimientos de promoción masiva muy bien estudiados y eran especialmente hábiles en estimular la difusión espontánea. El principal método de promoción se llamaba song-plugging (“enchufar” una canción), gracias al cual los editores fueron extendiendo y ampliando el negocio. La figura fundamental de esta idea era un personaje conocido cómo “plugger” (la traducción sería algo así cómo “el enchufador”). Los pluggers eran personas contratadas para promocionar sobre el terreno los materiales musicales.

Varios eran los campos de acción de un plugger y varios los tipos de pluggers. Podían ser pianistas y cantantes primerizos o incluso músicos callejeros—o sea, que resultaran fundamentalmente baratos— que se trasladaban con un piano u órgano portátil a cualquier lugar donde se produjera concentración de público: entradas de grandes almacenes, acontecimientos deportivos, restaurantes, lugares de ocio al aire libre, salidas de los teatros, estaciones centrales de ferrocarril, fiestas populares, etc, y cantaban una y otra vez la canción o canciones que correspondiera promocionar. Solían ir en parejas, mientras uno tocaba un instrumento, el otro cantaba, muchas veces con un megáfono, y repartían panfletos con la letra del estribillo para que el público pudiera cantar a coro con ellos. En esas octavillas el nombre de la editora era bien visible, para recordarle al consumidor que podía comprar aquella canción. En una palabra, Tin Pan Alley se había apropiado del espacio público, sabiendo que después de haber cantado a coro con el plugger y el resto de espectadores ocasionales, la gente aprendería el estribillo y sería más probable que comprara la partitura de la canción.

A veces, las compañías editoras preferían contratar a un menor de edad, varón, que tuviera buena voz y no fuera tímido. Este jovencito iba al teatro aseado y bien vestido, ocupaba su butaca cómo público normal, pero cuando los artistas finalizaban un número se ponía de pie y cantaba el estribillo de la canción que le había tocado promocionar. Normalmente se ganaba el aplauso del público, a veces ayudado por la claque (personas que asistían al espectáculo mezcladas entre el público normal, pero pagadas o con entrada gratis, para que aplaudieran) y volvía a cantar hasta que el estribillo ya se había grabado en la memoria de los asistentes. Estos jóvenes también hacían un recorrido por locales nocturnos, restaurantes, cafés, cervecerías, burdeles… En Nueva York, un plugger expeditivo y con buenas piernas podía patearse treinta locales en una jornada de trabajo. Fletcher Henderson, cuya orquesta de jazz sería la más importante de Harlem, o George Gershwin, considerado como uno de los más grandes compositores norteamericanos, son dos de los nombres ilustres que trabajaron como pluggers en sus inicios.

El plugger no actuaba en el escenario, sino mezclado con el público, y su mensaje era “eso que cantan los artistas también lo podés cantar vos, o sea que ya sabés, mañana te comprás la partitura y a disfrutar”.
En algunos teatros había unos chicos, los waterboys, que servían agua a los espectadores que lo pidieran y poco tardaron las editoras, con el consentimiento del empresario del teatro, en colocar en estos puestos a cantantes adolescentes que, en los entreactos, aprovechaban para cantar su canción.

El plugger, experto en Relaciones Públicas

También era una práctica habitual que el plugger de una editora convenciera a un artista para que incluyera la canción en su repertorio. Algunas editoras cedían sus canciones gratuitamente a los músicos, cantantes o compañías conocidas que potencialmente podían hacerlas populares y competían entre sí para conseguir colocar sus canciones entre los artistas más famosos. Un cheque, un anillo de diamantes o un porcentaje sobre los beneficios de la venta de la canción podían ser estímulos para convencer a las estrellas.

Había además un tipo de plugger más experimentado que se dedicaba a promocionar las canciones en los departamentos de música de los grandes almacenes o de las casas de música, tocaba el piano de la tienda y cantaba las canciones de la compañía editora en la que estaba empleado. A veces coincidían varios pluggers de diferentes compañías, pero había un pacto para que en estos casos un plugger no ocupara el piano más de una hora seguida. Como las encargadas de organizar estos turnos eran las vendedoras, a un plugger se le ocurrió sobornar a una de ellas con un perfume barato para extender su turno. Funcionó, y el perfume barato se convirtió en el soborno estándar que utilizaron los pluggers de todas las editoras.

De paso, los pluggers utilizaban toda su habilidad persuasora con los responsables de compras de las tiendas para estimular la venta de sus productos. Una invitación al bar para charlar un poco y tomarse unas copas gratis era una buena estrategia, pero a veces no era suficiente y se complementaba con pequeñas comisiones especiales, entradas para espectáculos o cualquier tipo de regalo no demasiado caro. Estos pluggers también iban por los teatros de variedades intentando convencer a los artistas de que cantaran su canción o se la dejasen cantar a él. A veces lo conseguían invitando a los músicos de la orquesta a unos tragos. Como eran varios los pluggers que podían aparecer en una noche, había teatros donde les prohibían la entrada y así reducían las probabilidades de que los músicos acabaran borrachos.


¿El abuelo del video clip?
En 1894, cuando la MTV no era ni siquiera un sueño, empezó a funcionar otro método de promoción, la “illustrated song”. La “canción ilustrada” consistía en la proyección de diapositivas en los teatros de variedades mientras un plugger cantaba la canción entre el público, y si era suficientemente aplaudido subía al escenario. Las diapositivas ilustraban el argumento de la canción, muchas veces coloreadas a mano y con la letra del estribillo para que el público lo cantara a coro con el plugger. En los teatros de variedades la gente estaba muy predispuesta a participar y le encantaba cantar a coro en los intermedios amenizados por la orquesta. Estas diapositivas, que se parecían al cine pero con imágenes fijas, eran muy bien aceptadas y se incorporaban al espectáculo como un número más. El empresario teatral, por supuesto, recibía una pequeña compensación por ceder este espacio a la promoción.

Un juego de una illustrated song constaba de entre 10 y 20 diapositivas numeradas. En la primera se acostumbraba a mostrar la portada de la partitura y cuando se cantaba el estribillo se proyectaba una diapositiva con la letra en la que figuraba el logotipo de la compañía editora y frecuentemente también su dirección. El que tuviera interés en comprarla ya tenía suficiente información. Y si alguno estaba muy ansioso, podía comprarla en la boletería del teatro, donde el plugger había dejado una buena cantidad de partituras para vender.

Las editoras grandes no escatimaban gastos para la producción de diapositivas, si era necesario hacer las fotos en Filipinas, se iba a las Filipinas. Estas compañías podían tener más de cien juegos de diapositivas de la misma canción rondando por el país. Las empresas que no podían darse el lujo de hacer sus propias producciones compraban diapositivas a agencias de stock de fotos que surgieron como industria auxiliar. Sí, exactamente como los bancos de imágenes que conocemos actualmente. La actual MTV es una descomunal e hipertrófica secuela de aquella iniciativa donde la línea entre publicidad y entretenimiento quedaba completamente borrada. Lo que hoy llamaríamos “Advertainment”.


El final

A principios de los años 20, unas cuantas de estas compañías eran empresas de gran solidez, pero se intuían tiempos difíciles. La hegemonía de Tin Pan Alley en la música popular empezaba a debilitarse. Puede que su principal motivación, ganar dinero, haya sido una de las causas, pero no fue la principal.

Con la radio, que en 1921 daba sus primeros pasos, Tin Pan Alley recuperó cierta vitalidad, ya que la capacidad de “enchufar” una canción utilizando este medio era inaudita: un solo cantante, en una sola actuación, podía llegar a millones de oyentes. Pero esta manera de escuchar música mediante un aparato, sea un fonógrafo o un receptor de radio, al tiempo que se iba imponiendo sobre el acto de tocar música en el piano de casa leyendo una partitura, fue debilitando progresivamente el negocio. No olvidemos que el objetivo final de Tin Pan Alley era vender la partitura. Ahora, cuando alguien quería escuchar música, podía disfrutarla haciendo que otro la hiciera sonar en casa para él. Este nuevo paradigma comportaba un cambio radical en la relación del individuo con la música. La industria del entretenimiento a gran escala se había puesto en marcha.

A finales de los años 20, el cine sonoro desencadenó un hambre insaciable de nuevas canciones, y Tin Pan Alley experimentó otro resurgimiento. Pero Hollywood hizo cuentas y concluyó que era más rentable y funcional comprar las compañías editoras que continuar siendo clientes. Entre 1929 y 1930, la Warner Bros. compró tres de las grandes compañías editoras de Tin Pan Alley y otros estudios de Hollywood seguirían el ejemplo fagocitador con otras editoras.

El consumidor ya no compraba canciones en forma de partitura, el negocio se desplazaba claramente hacia la película o el disco, y eran las productoras de Hollywood, pero sobre todo las grandes compañías discográficas en colaboración con la radio, las que a partir de ahora marcarían el compás de la música popular. La estructura comercial de Tin Pan Alley no podía competir con el disco y el cine sonoro, que empezaron a controlar la situación. Por primera vez se invertía una tradición, el centro de atención del consumidor se desplazaba de la canción al cantante (o la cantante).

El norteamericano medio se identificaba plenamente con la escala de valores conservadores que Tin Pan Alley transmitía en sus canciones en una clave sentimental bastante ingenua: el amor por la familia, la corrección moral, el patriotismo, el progreso individual, etc, Pero en los años 20 estaban cambiando muchas cosas en la mentalidad del ciudadano. Claro que los gustos estéticos de una sociedad no cambian de la noche a la mañana, y el estilo de las canciones de Tin Pan Alley sobreviviría mucho tiempo más, hasta que su estética musical pasara a formar parte del pasado. Pero su concepción de la canción como un producto comercial sigue totalmente vigente.

Se le pueden reprochar muchas cosas a Tin Pan Alley, la simpleza de su estilo estándar y la extrema banalización del hecho creativo —todos hacían lo mismo de la misma manera—, quizás sean las principales, pero ellos lo supieron hacer mejor que nadie.

Hoy en día, las “promos” forman parte de nuestra vida cotidiana, nos resultan absolutamente naturales y ninguno de nosotros se pregunta cómo era el mundo antes de que existieran Pero como todas las cosas, tuvieron su fecha de nacimiento, sus orígenes, sus inventores y pioneros, generalmente anónimos. Advertainment, product placement, video clip, sampling, PNT... y tantos términos que hoy nos parecen actuales provienen de aquellas épocas.

Aún sobreviven en la 28th Street algunos de los edificios que albergaron durante años las peculiares oficinas de las compañías editoras, pero ya no queda nada de aquella febril actividad relacionada con la música. Los despistados turistas y ciudadanos que caminan por allí pisan, sin darse cuenta, una pequeña placa de bronce colocada en el suelo que recuerda que en este mítico lugar se escribió la banda sonora de la vigorosa entrada de un gran país al siglo XX.

Agradecemos la colaboración de Carles "Tocho" Gardeta para la redacción de esta nota.